Cuando hablamos de «la libertad de prensa» prometida en la Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, generalmente lo hacemos con un aire de auto-elogio y auto-aplauso.
Alexis de Tocqueville, uno de los mejores observadores de Estados Unidos, vio esta característica de la nación y la criticó en su obra clásica de 1835, La democracia en América.
Pero la Constitución habla del papel del Estado, del Congreso, mientras guarda silencio sobre el poder de las corporaciones privadas, aquellas que son dueñas de la prensa, la radio y la televisión, aquellas que contratan y despiden a la gente que trabaja en esas industrias.
Y ahí está el detalle, porque el Congreso está a miles de kilómetros de distancia de un periodista, pero el jefe de una empresa o sus agentes (los editores) están ahí mismo supervisándolo. Sigue leyendo